12 de diciembre de 2017

Picasso y Lautrec en el Museo Thyssen.





El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presenta Picasso/Lautrec, la primera exposición monográfica dedicada a la comparación de estos dos grandes maestros de la modernidad. Aunque su relación artística ha sido reiteradamente establecida por la literatura y la crítica contemporánea esta es la primera vez que se confronta la obra de ambos en una muestra. La exposición plantea además nuevos puntos de vista de esta apasionante relación, pues no se limita al tópico del joven Picasso admirador de Lautrec en Barcelona y sus primeros años en París, sino que ha rastreado la pervivencia de esa huella a lo largo de la dilatada trayectoria del artista español, abarcando también su periodo final.
Comisariada por el profesor  Francisco Calvo Serraller, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, y Paloma  Alarcó,  jefe  de  conservación  de  Pintura  Moderna  del  Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Picasso/Lautrec reúne más de un centenar de obras, procedentes de unas sesenta colecciones públicas y privadas de todo el mundo, organizadas en torno a los temas que interesaron a ambos artistas: los retratos caricaturescos, el mundo nocturno de los cafés, cabarets, teatros, la cruda realidad de los seres marginales, el espectáculo del circo o el universo erótico de los burdeles.


Henri de Toulouse-Lautrec murió en 1901, con 37 años. Desde los 15 fue un enano lisiado y deforme. Dos accidentes ecuestres lo redujeron a la impotencia social y lo empujaron al arte, con el que supo devolver el brillo al deslustrado escudo familiar. Tristemente para su aristocrática parentela, perteneció a una generación de artistas convencida de que la representación plástica del mundo debía cambiar tan rápidamente como él. Esto le indujo a prestar menos atención a las cosas aceptadas que a aquellas otras limítrofes con lo conveniente o claramente censuradas por la sociedad: burdeles, garitos nocturnos... Aunque sus dibujos y pasteles rezuman ironía y sarcasmo, su mirada revela también admiración por quienes, huyendo de formalismos, consiguen extraerle el jugo a la vida.
Toulouse-Lautrec fue el cronista del París cosmopolita de finales del XIX y también uno de los creadores del arte moderno. No era un observador omnisciente que contempla desde fuera, sino un espectador integrado en la narración. Esto le permitió captar con extraordinaria fidelidad la efervescencia y el hedonismo desatado de la época e incorporar al gran arte motivos extraídos de los ambientes marginales y la vida bohemia. La distinción entre alta cultura y cultura popular comenzó a borrarse entonces, dando la razón a quienes afirman que Montmartre, centro del entretenimiento nocturno de París, hizo por la igualdad de clases mucho más que cualquier revolución.
La pelirroja con blusa balnca. Laotrec.
Picasso, del que se ha dicho que no fue un artista, sino una fuerza de la naturaleza, llegó a París desde Barcelona en octubre de 1900 ansioso por visitar tales ambientes. Asimiló toda la tradición pictórica, desde lo más profundo a la Vanguardia. Lamentablemente, a Toulouse-Lautrec le quedaba menos de un año de vida. No tuvieron oportunidad de conocerse. El malagueño estaba familiarizado con su obra por las revistas ilustradas y seguramente habría entablado con gusto relación con él. Aquel aristócrata sarcástico aficionado al igual que él a los placeres de la existencia («Uno es horrible -decía sin complejos- pero la vida es hermosa»), tenía todo para despertar su interés. De hecho, tomó de él cuanto pudo. A fin de cuentas, la capacidad de absorción fue uno de los rasgos característicos de su genio.
En 1899, el joven Picasso se vincula a Els Quatre Gats, grupo de escritores y artistas de la vanguardia de Barcelona cercanos al modernismo y al decadentismo e influidos, entre otros, por Toulouse-Lautrec. Pero será entre 1900 y 1904, años en los que el pintor español reside intermitentemente en París antes de instalarse allí de forma definitiva, cuando entraría en contacto directo con la obra de los pintores postimpresionistas como Lautrec. 
Durante esos años, su temática se centra en los bajos fondos de la ciudad y en los ambientes nocturnos de los cafés-concierto y, como podrá verse en la exposición, su pintura experimenta una influencia evidente de la obra de Lautrec.  



















https://www.museothyssen.org/exposiciones/picassolautrec
https://www.esmadrid.com/agenda/picasso-lautrec-museo-thyssen-bornemisza
http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-picasso-lautrec-supremacia-instinto.

3 de diciembre de 2017

En Tíltide una nueva exposición: "Presente Discontinuo"




El aperitivo del domingo dio por inaugurada la exposición

PRESENTE DISCONTINUO  que se presenta hasta mes de enero de 2018, en Tíltide.





                                                  





  Obras de     Itziar Hernando Urcullu
                      María Luisa Domíngiez
                      Marta Martínez Villalverde
                      Sara La Avispa
                                y
                      José Luis Fernánadez

Exposición de cinco artistas, donde se muestran distintas propuestas que reflejan la diversidad existente en su manera de expresar la realidad que les conmueve. Dentro de su quehacer existe un fluir en el desarrollo de sus creaciones, derivando en una creatividad de formas expresivas que rompen con la continuidad y homogeneidad muchas veces exigida a la marca o huella que define el tipo de corriente artística en la que un artista se ve inmerso. Esta discontinuidad es parte del proceso de su crecimiento, donde el encuentro con lo que el artista realmente desea, impulsa a la realización de nuevas tentativas de expresión que pueden revelar una nueva visión  en su manera de comunicarse con el mundo y consigo mismo.


Metrópolis. Una acuarela de José Luis Fernández


De María Luisa Dominguez es esta obra. Técnica mista sobre óleo.
                                                                               

Los diferentes artistas se han dado cita durante esta exposición para presentar sus  propuestas. Distintas realidades que reflejan diferentes formas de ver la realidad.


José Luis  Fernández .Dibujo preliminar para el mural taurino "Instante" situado en el vestíbulo de la estación de Ventas.

Una escena peripatética de Marta Martínez . En técnica mixta.

Pendiente de Sara La Avispa. Realizado en plata  y piedras naturales.


Técnicas mixtas, collages, acuarelas, grabados, joyería de autor.... Todo eso y mucho más en 
TÍLTIDE.



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1 de diciembre de 2017

La obra de Giorgio de Chirico en CaixaForum.

Hasta el 16 de febrero de 2018.



La obra de Giorgio de Chirico (Volos, 1888 - Roma, 1978) se caracteriza por una incesante investigación en diferentes planos: desde su periodo metafísico inicial, en la década de 1910, el trabajo por el que más se le conoce, en el que muestra su personal transformación del arte clásico mediante sus enigmáticas piazzas de arquitectura renacentista, pasando por los temas iconográficos de las décadas de 1920 y 1930, sus investigaciones técnicas sobre la pintura de los grandes maestros durante la década de 1940, hasta su periodo neometafísico entre 1968 y 1976.

              

Esta exposición recorre las principales fases creativas de Giorgio de Chirico y retrata la continua investigación de la idea artística, marcada por una constante búsqueda en el plano iconográfico y simbólico capaz de crear una continuidad de la tradición artística italiana en el arte. Este empeño de continuidad fue uno de los elementos que determinó su posición destacada en el arte internacional, sobre todo en su influencia en el movimiento surrealista y en otros grandes artistas y escritores de la primera mitad del siglo XX.














20 de noviembre de 2017

Ignacio Zuloaga


Hasta el 7 de ENERO en la FUNDACION MAPFRE.

La exposición en Madrid de Ignacio Zuloaga en el París de la Belle Époque pretende ofrecer una imagen de la obra del pintor de Eibar poco habitual en España. Sin obviar la interpretación tradicional que le une al tópico de la España negra, el recorrido expositivo excede esta concepción y muestra cómo la pintura de Zuloaga (Éibar, 1870-Madrid, 1945) combina un profundo sentido de la tradición con una visión plenamente moderna, especialmente ligada al París de la Belle Époque y al contexto simbolista en el que el pintor se mueve por aquellos años.
Para poder contar esta visión del pintor Ignacio Zuloaga es necesario situar su obra junto a la producción de otros artistas contemporáneos como Paul Gauguin, Paul Sérusier, Pablo Picasso, Francisco Durrio, Santiago Rusiñol, Maurice Denis, Émile Bernard, Giovanni Boldini, Jacques Émile Blanche o el escultor Auguste Rodin, entre otros. La muestra, con más de 90 obras, ha contado con más de 40 prestadores, entre colecciones particulares nacionales e internacionales además de la propia familia Zuloaga, e instituciones como la Galleria Internazionale d’Arte Moderna di Ca’ Pesaro, Venecia; Museum of Fine Arts, Boston; Musée d’Orsay, París; Musée national Picasso, París; Musée Rodin, París; Museo de Bellas Artes de Bilbao; National Gallery of Art, Washington D.C.; The State Hermitage Museum, San Petersburgo o The State Pushkin Museum of Fine Arts, Moscú.
Ignacio Zuloaga 
Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913. Museo de Bellas Artes de Bilbao .

En 1889, con tan solo 19 años, Ignacio Zuloaga llega a París, por entonces capital mundial del arte moderno. En pintor encuentra una ciudad en plena ebullición cultural, en la que se dan cita las más innovadoras tendencias y en la que pintores, escultores, y escritores experimentan con nuevos lenguajes artísticos que conducirían hacia la modernidad.
El pintor participa activamente de este París de fin de siglo. Al poco de llegar, entra en contacto con Paul Gauguin, Henri de Toulouse-Lautrec, Edgar Degas o Jacques-Émile Blanche y presenta sus obras en los principales salones y galerías parisinos. Asimismo, su obra refleja la influencia de algunos de los movimientos artísticos en boga, como el simbolismo.
La experiencia parisina del pintor Ignacio Zuloaga es fundamental para entender su obra, pues su pintura, a medio camino entre la cultura francesa y la española, excede con mucho los límites que la historiografía tradicional del arte ha establecido, asociando Zuloaga a la generación del 98 y por lo tanto a la conocida como “España negra”, una España de la tragedia, de lo hondo e incomprensible. No obstante, críticos como Charles Morice o Arsène Alexandre, poetas como Rainer Maria Rilke, y artistas como Émile Bernard o Auguste Rodin consideraron la obra del pintor vasco como un referente para el arte moderno.
Fue en este París brillante y dinámico, el anterior a la contienda, centro del gusto artístico y literario, en el que Zuloaga brilló con luz propia, en un camino paralelo y comparable al de muchos de los mejores artistas del momento. Estos años tendrán su punto y final en 1914, no tanto por la trayectoria del propio Zuloaga, que una vez encontrada su propia voz y su lugar en el escenario internacional, seguirá trabajando dentro de unos mismos planteamientos, sino porque el París y la Europa, de antes y de después de la Gran Guerra serán completamente distintos.
/www.fundacionmapfre.org/

8 de noviembre de 2017

Alphonse Mucha




No pintó solo mujeres estilizadas de larguísimos cabellos envueltas en tallos y, aunque lo consideramos uno de los fundadores del Art Nouveau, sus propósitos fueron mucho más que decorativos.
Esa es la cara más conocida de Alphonse Mucha; de su pensamiento manejamos menos datos y puede sorprender a quienes no ven compatible el gusto por la belleza ornamental y la reflexión intelectual. El autor de carteles y envases delicados de estilo todavía copiado fue un defensor ferviente de la independencia checa respecto al Imperio Austrohúngaro y también de la hermandad entre los pueblos, un masón en alto grado atraído por las teorías de Strindberg y también un filósofo convencido de que solo la sabiduría nos salva.
Para descubrir a este Mucha inesperado podemos pasarnos, desde mañana y hasta el 25 de febrero, por el madrileño Palacio de Gaviria, donde el grupo italiano Arthemisia exhibe cerca de 200 obras de este autor checo, la mayoría trabajos que dinamitan el tópico que lo ha convertido en un experto cartelista.
Podemos decir que la representación pasional de la identidad checa y la defensa de su idea de que el arte ha de servir ante todo para construir puentes y unir a las personas son las bases de las creaciones más interesantes de Mucha, que investigó a fondo la cultura autóctona eslava desde la creencia de que un creador había de ser siempre fiel a sí mismo y a sus raíces nacionales.
Esa determinación de respetar sus esencias se aprecia en la primera obra de la exposición, un autorretrato fechado en 1899, cuando se encontraba en la cumbre de su fama, en el que se mostraba con mirada segura atendiendo a un estilo más próximo al impresionismo que al modernismo, sobrio en cualquier caso. Y no es el único retrato austero que veremos, rompedor con el Mucha célebre: esa mirada concentrada, que nos habla de una personalidad sólida, y los tonos neutros, los encontraremos de nuevo al final de la exposición (laberíntica, necesariamente por su sede) en el retrato que realizó de Halide Edip Adivar, líder nacionalista y feminista turca, que, por cierto, mantuvo esos ojos rotundos hasta el final de su vida (googlead y ved).
Tampoco tienen que ver con su estética más difundida los retratos llenos de ternura que realizó de su madre, su esposa y sus hijos, casi evanescentes.
El antes y el después en la trayectoria de Mucha llegó de la mano de su estancia en París desde 1887, dos años antes de la Exposición Universal, cuando la ciudad era capital artística mundial, urbe en ebullición apta para la gloria o el precipicio. Él eligió la primera.
Antes de llegar a Francia, era un pintor académico formado en Múnich; en París recalaría en la prestigiosa Academia Julian, y de aquel periodo se exhiben en Madrid representaciones de cuerpos con ecos renacentistas a veces, dramáticos otras. Pero cuando decíamos que Mucha eligió la gloria nos referíamos a la que le llegó, a él y a su retratada, tras trabajar en los posters de Sarah Bernhardt, diosa del teatro francés durante medio siglo.
Estos carteles tienen poco que ver con los que otros grandes artistas, como Toulouse-Lautrec, realizaban en París por entonces: no son caricaturescos, no hay en ellos dureza, sino sutilidad y colores pastel. Este es, este sí, el estilo que daría a Mucha fama internacional no perecedera, el que le identificaría siempre.
Fijaos en que a la Bernhardt la retrata siempre sobre una plataforma y con un arco rematándola: se trata de una iconografía de evidentes resonancias religiosas. Y algo de eso había: ella suscitó verdadera devoción en Francia, y se la apodó “La Divina”. El pintor contribuyó a encumbrarla en la escalera social (contribuyó, porque el genio de ella y su conocida perseverancia hicieron el resto) y supo idealizar su rostro hasta el punto de hacernos recordar iconos eslavos o bizantinos.

   Alphonse Mucha. Bières de la Meuse, 1897. ©Mucha Trust
Alphonse Mucha. Bières de la Meuse, 1897. ©Mucha Trust






























Antes de dejar de hablar de Bernhardt, diremos que de ella decía Mucha que cada movimiento de su ropa estaba profundamente condicionado por una necesidad espiritual.
Misticismos al margen, en la exposición también tiene sus salas el Mucha publicitario, el que creaba pensando en la gente de a pie desde postulados elevados. Porque no había para él contradicción.
Y si Bernhardt tenía su pedestal, las mujeres de sus carteles propagandísticos se rodean de círculos que favorecen la armonía de la composición y miran fijamente al producto del que son imagen.
Mientras realizaba estas obras, que no son la mayoría de su producción pero es la que más conocemos, innovaba Mucha con otras formas de arte: paneles decorativos sin mensaje comercial, únicamente concebidos para el placer estético con unas proporciones que remiten a las de los paneles japoneses, otra de sus influencias (sabemos que tenía una colección de arte nipón). Entre ellos encontramos algún calendario y representaciones de las cuatro estaciones, obras en las que funde la belleza femenina y la de la naturaleza.
Aunque partidario convencido de la independencia checa, Mucha trabajó -sometiéndose, en algún caso, a la censura- para el Imperio Austrohúngaro, con motivo de la Exposición Universal de París y también para mecenas estadounidenses, ya entrado el s. XX. Hasta que en 1910 regresó a su país, donde de nuevo dejó fluir su lado místico, su amor por lo que Strindberg llamaba “fuerzas internas”. De hecho las representó, más de una vez y más de dos, como figuras misteriosas detrás del tema central de sus obras, a veces a modo de guías espirituales. La belleza lánguida y evidente de las mujeres francesas dejó entonces paso a retratos más sencillos de checas vestidas con trajes populares. Sabemos con certeza que él entendía esas indumentarias tradicionales como “alma de la nación” (también los coleccionó) y es posible que estas mujeres representaran para él inspiraciones espirituales.
Entre las obras fundamentales que cierran la exposición del Palacio de Gaviria figuran las veinte pinturas (en vídeo) que formaron su Epopeya eslava, relativas a acontecimientos de su historia o momentos estelares de su cultura, y el tríptico formado por La edad de la razón, La edad de la sabiduría y La edad del amor, que inició en 1936 y dejó inconcluso al morir, en 1939.
Si en la primera deja claro que no concibe que exista heroicidad en la guerra, dando nuevas pruebas de su humanismo, en la segunda transmite el mensaje de que solo la sabiduría garantiza el equilibrio personal y puede llevar a la humanidad a un estado superior de espiritualidad.



Alphonse Mucha. La luz de la esperanza, 1933. ©Mucha Trust
Alphonse Mucha. La luz de la esperanza, 1933. ©Mucha Trust


NUESTRA VISITA

                                                           









“Alphonse Mucha”
c/ Arenal, 9
Madrid

Del 12 de octubre de 2017 al 25 de febrero de 2018

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31 de octubre de 2017

La danza y la Residencia de Estudiantes.

Poetas del cuerpo. La Danza en la Edad de Plata,  es el título de la exposición que presenta la RESIDENCIA de ESTUDIANTES, hasta abril de 2018.

Obra de Zuloaga.La Faraónica (gitana azul), 1919. Óleo sobre lienzo, 120 x 87 cm.
En el periodo correspondiente al primer tercio del siglo XX,  la Edad de Plata de la cultura española, se mezcla de forma magnífica TRADICIÓN Y MODERNIDAD, lo que da lugar a un arte singular y bello, que supera las barreras del tiempo, en todas sus facetas. 
En 1916, los Ballets Russes de Diaghilev hicieron su primera gira española, que supuso un punto de inflexión en la incorporación de la modernidad y la vanguardia a la danza en nuestro país. Al año siguiente, Picasso realizó su primer trabajo como escenógrafo para la compañía. Su ballet Parade, en colaboración con Massine, Satie y Cocteau, se estrenó en París y se representó poco después en Madrid y Barcelona.
La llegada de los Ballets Russes irrumpió en un panorama en el que la danza académica estaba concentrada en los cuerpos de baile del Teatro Real y del Liceo, donde, salvo pocas excepciones, servía como complemento a producciones operísticas. Paralelamente, otros escenarios teatrales y cafés cantantes acogían diversas formas dancísticas, en un amplio abanico de estilos que integraba desde el flamenco hasta las variedades. En ellos triunfaron bailaoras como Pastora Imperio —protagonista del estreno absoluto de El amor brujo en 1915— y María de Albaicín, bailarinas de formación clásica como María Esparza y Teresina Boronat, o cupletistas y artistas de la escena como la Argentinita y Laura de Santelmo.
El año 1925 marcó el inicio de una nueva época en el desarrollo de la danza española.

Ese mismo año se estrenó en París la versión para ballet de El amor brujo de Falla, protagonizada por Antonia Mercé, la Argentina, quien, ante el éxito obtenido, fundó sus Ballets Espagnols, siguiendo una estrategia análoga a la de Diaghilev, aunque «a la española». Con ellos recorrió Europa, América y Asia a finales de los años veinte, presentando un repertorio de ballets en los que colaboraron renovadores literatos, compositores y pintores españoles. De manera similar, Vicente Escudero impulsó en París distintas iniciativas que combinaban el flamenco con la más rabiosa vanguardia, y Teresina Boronat realizó extensas giras internacionales con números de ballet clásico, folclore y danza española.
En Barcelona, las innovaciones foráneas tuvieron su réplica en las propuestas de Joan Magrinyà, quien en los primeros años treinta ofreció un conjunto de ballets con la colaboración de artistas y músicos de la talla de Miró, Grau Sala, Clavé y Blancafort. En Madrid, esta vertiente más académica se desarrolló en la Escuela Coreográfica del Círculo de Bellas Artes, que, bajo la dirección de Gerardo Atienza y María Brusilovskaya, fue la impulsora de esta disciplina hasta el estallido de la guerra.

Desde sus inicios, el institucionismo fue pionero en el reconocimiento del valor de las artes populares. El estudio del folclore ocupó un lugar prioritario en la Institución Libre de Enseñanza y sus círculos de influencia. La Junta para Ampliación de Estudios (JAE) promovió distintas investigaciones científicas con el fin de documentar la diversidad de la música y los bailes populares. Ése fue uno de los objetivos del Archivo de la Palabra y las Canciones Populares, cuyos trabajos de campo emprendieron Eduardo Martínez Torner y Jesús Bal y Gay tras su constitución en 1919 por Tomás Navarro Tomás. Un camino de ida y vuelta que cristalizó en el Coro y Teatro del Pueblo de Misiones Pedagógicas y en las obras de La Barraca. Con intereses análogos, la mayor parte de los intérpretes integraron en sus programas números folclóricos, al tiempo que nacieron diversos proyectos de compañías.
Por su parte, la Residencia de Estudiantes y su grupo femenino, la Residencia de Señoritas, acogieron actividades vinculadas tanto a la música culta y popular como a la danza en la nueva pedagogía. Su relación con el Instituto Internacional ofreció una vía privilegiada para la entrada de las tendencias modernas a través de las enseñanzas de maestras extranjeras en clases de bailes rítmicos, educación física y gimnasia sueca. Entre los círculos de residentes, la danza española logró asimismo una gran acogida. Cabe destacar la colaboración de Federico García Lorca y Encarnación López, la Argentinita, quienes, con la participación de Ignacio Sánchez Mejías y de otros intelectuales y creadores de la generación del 27, fundaron la Compañía de Bailes Españoles en 1933, cuya versión de El amor brujo se representó en la Residencia. 

En 1934, Maruja Mallo —que había sido becada por la JAE para estudiar escenografía en París y que poco después sería docente de la Residencia— y Rodolfo Halffter comenzaron a trabajar en el ballet Clavileño, cuyo estreno, previsto en el Auditórium de la Residencia, quedó truncado por el estallido de la guerra. Así, en la Residencia, de Terpsícore —musa griega de la danza— a Telethusa —bailarina gaditana en la corte romana—, la historia y la tradición servían de base a la creación moderna, como si parafrasearan aquellas palabras de Isadora Duncan: «la danza del futuro es la danza del pasado». Un futuro desvanecido para muchos con los acontecimientos que estaban por venir.
En este contexto surgió un tipo de danza moderna, animada por referentes internacionales como Loie Fuller, Isadora Duncan y Émile Jaques-Dalcroze. Bailarinas como Tórtola Valencia, Àurea de Sarrà y Charito Delhor ofrecieron piezas inspiradas en la Antigüedad grecolatina, el orientalismo y el imaginario de «lo español». A la vez, el modelo ruso fue emulado hasta la saciedad, y a los Ballets Russes de Diaghilev le siguieron otras compañías extranjeras, como las de Anna Pavlova, los Ballets Suecos y los Bailes Vieneses. Fuera de nuestras fronteras, «lo español» logró una gran difusión internacional a través de propuestas modernas, como El sombrero de tres picos, estrenada en Londres en 1919 por los Ballets Russes, con la firma de Falla, Massine y Picasso.
El óleo  es de Hipólito Hidalgo de Caviedes.
Con la llegada de la Segunda República, la nueva política de la danza reconoció desde un primer momento su importancia en la difusión de la cultura española dentro y fuera de nuestras fronteras. Antonia Mercé, la Argentina, fue condecorada en 1931 con el Lazo de la Orden de Isabel la Católica, la primera distinción que entregaba el nuevo régimen; y en 1933 María Esparza fue nombrada directora del efímero Ballet del Teatro Lírico Nacional.
El 18 de julio de 1936, al tiempo que tenía lugar el golpe de Estado, la Argentina murió repentinamente en Bayona. Fue la primera de las grandes pérdidas de los protagonistas de la Edad de Plata que, durante el conflicto, abandonaron España. La cartografía del exilio incluye hitos relacionados con la danza en los que intervinieron bailarines, poetas y pintores refugiados, como La Paloma Azul en México, la Ballet Society en Nueva York, los círculos de baile soviéticos o el repertorio de determinadas compañías en Europa y Latinoamérica. Aunque algunos de estos creadores acabarían falleciendo en el exilio, como sucedió con la Argentinita en Nueva York en 1945, otros retornaron a los escenarios del franquismo. Al tiempo que estos veteranos intérpretes y coreógrafos se convirtieron en referentes, entraba en escena una joven generación, que sería la heredera en las décadas siguientes de aquel brillante legado de la danza.

La compleja red interdisciplinaria tejida por intelectuales y artistas alrededor de la danza durante la Edad de Plata sobrevivió de diferentes formas tras el estallido de la guerra. El conflicto bélico provocó que surgiera una «danza de guerra», consistente en piezas breves, de tipo folclórico y fuerte carga propagandística. Ésta constituyó la base del repertorio de grupos como las Guerrillas del Teatro, Eresoinka y la Cobla Barcelona, y llegó, gracias a esta última y a un grupo de danzas castellanas de Agapito Marazuela, hasta el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937. En el bando sublevado, con la creación de los Coros y Danzas, dependientes de la Sección Femenina de Falange Española, se inició un proceso apropiacionista del folclore extendido durante el primer franquismo.

Independiente de la palabra, efímera e indisociable del cuerpo, la danza se expresa a través de su propio lenguaje. Los poetas del 27 repararon en aquella paradoja de quien persigue la eternidad a través de lo transitorio: «artes mágicas del vuelo», las denominaría José Bergamín parafraseando a Lope de Vega, artes «sin huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse». Y, sin embargo, la danza se ha rebelado contra esa cualidad inherente de lo efímero, tratando de traducirse, de escribirse, en definitiva, de dejar huella.
Esta exposición busca recuperar las aportaciones de los coreógrafos e intérpretes de las primeras décadas del siglo XX en España, en el contexto del complejo panorama cultural de la Edad de Plata. Elevada al mismo nivel que la literatura, la música y las artes visuales, se ofrece así una perspectiva diversa de la danza, abierta a las distintas corrientes e influencias. La exposición refleja cómo la herencia del siglo anterior, sumada a la recuperación de una rica cultura popular, fue permeable a la llegada de la modernidad y la vanguardia en sus distintas formas. Y cómo el escenario se convirtió así en un espacio de encuentro para bailarines, músicos, poetas, pintores y diseñadores, que difundió sus sinergias artísticas con una proyección internacional nunca antes alcanzada.
http://www.residencia.csic.es/

28 de octubre de 2017

Dibujando una revolución [Drawing on a Revolution] de Marcel Dzama.

LA CASA ENCENDIDA presenta la exposición de Marcel Dzama.
Hasta el 7 de enero de 2018




La Casa Encendida presenta la muestra Dibujando una revolución [Drawing on a Revolution] de Marcel Dzama (Winnipeg, Canadá, 1974). La obra de este artista canadiense se caracteriza por un lenguaje visual inmediatamente reconocible que parte de una amplitud de referencias e influencias artísticas que va desde Marcel Duchamp, a Goya, el dadaísmo, Picabia o El Bosco y da como resultado un universo de múltiples lecturas. Su prolífica producción tanto en dibujo, vídeo o esculturas lo sitúan como uno de los artistas más destacados del panorama actual. De hecho, en los últimos años, Dzama ha ampliado su ámbito de trabajo y ha realizado distintas colaboraciones con artistas de otras disciplinas: ya sea con el grupo de música Arcade Fire o con Patrick Daughters de Department of Eagles, con el diseño de dos importantes álbumes para el cantante Beck, la colaboración con el taller de cerámica de Guadalajara en México de José Noé Suro o la que realizó el año pasado con el artista Raymon Pettibon y que dio como resultado una exposición conjunta, Let Us Compare Mitologhies, presentada por primera vez en la galería David Zwiner de Nueva York.




La exposición Dibujando una revolución propone una inmersión en el universo del artista a través de tres salas diferenciadas según las distintas técnicas utilizadas y en las que se muestra el trabajo que ha ido realizando en los últimos años. En la Sala A, dedicada al dibujo, encontramos desde sus primeros dibujos —en los que conviven animales y humanos y utiliza su famosa gama de colores apagados, ocres y verdes— hasta los más recientes. Estos últimos se centran en la temática de la Revolución, entendida a dos niveles: 

Por un lado, el dibujo como revolución y, por otro, el pensamiento de una era que entiende y cree en la revolución, tal y como señalan Revolution (2016), La revolución va a ser femenina (2017) o Political to Poetical (2017).
Insertado en esta sala encontramos un espacio que, a modo de gabinete, recoge gran parte de sus primeros dibujos así como algunos de los muchos bocetos de los diseños de vestuario que Marcel Dzama realizó en 2016 junto al coreógrafo Justin Peck para el Ballet de Nueva York. También se incluyen aquí los dibujos preparatorios del vídeo Une danse des bouffons (or A jester’s dance) y un mural que el artista ha realizado específicamente para la muestra en el que se plasma gran parte de su imaginario.




Dibujos realizados en tinta y acuarela y poblados por oscuras criaturas que parecen salir de un mundo muy particular. Figuras extraídas de cuentos populares, del mundo del cómic y la televisión deambulan junto a soldados decimonónicos, terroristas del siglo XX, animales inventados, bailarines de ballet o cantantes de ópera. Muchos de ellos reflejan cierta estética de los años veinte del siglo pasado entremezclada con un sentido erótico y aires de cabaret, donde lo sexual, lo violento y el sentido dadaísta invaden las secuencias. Muchas de estas composiciones están dibujadas sobre papel de pianola en el que se encuentran unas pequeñas perforaciones que abren la posibilidad de que suene una canción al ser depositadas sobre un piano mecánico. Además, muchos de estos diseños están repletos de textos escritos a lápiz —algunos de ellos en español, como en el caso de Enterrar y callarResist o La revolución va a ser femenina— ya que Dzama siempre ha escrito poemas e introducido frases en sus composiciones. En ellos, de nuevo aparece lo teatral y carnavalesco y lo bélico se entremezcla con lo mitológico.


                                     



En esta sala también encontramos cuatro dioramas donde el artista recrea gran parte de sus personajes, trasladando así el plano del dibujo a la dimensión volumétrica. Ya hace algunos años Dzama recreó en uno de ellos la muerte de muchos de los personajes que poblaban sus dibujos de la época de Canadá, previa a su llegada a la ciudad de Nueva York, a modo de despedida.

La segunda estancia del recorrido, la sala B, está dedicada a los elementos escultóricos (imágenes 1 y 2), donde se repiten muchas de las temáticas que caracterizan su obra. Las paredes de este espacio están recubiertas por la pieza The cast and crew of the old revolutions (2017), un papel continuo que muestra los bocetos de algunos diseños de vestuario y a personajes de muchos de sus filmes y dibujos. Aquí también encontramos la instalación Death Disco Dance (2011), un vídeo expuesto a través de varios monitores donde se recrea un ballet con algunos de los personajes que aparecen en sus dibujos. La obra Turning Into puppets (2011) se compone de marionetas realizadas en aluminio y recuerda al Ballet Triádico que el artista alemán Oskar Schlemmer realizó en 1922.

Por último, en la Sala C se proyecta el vídeo Une danse des bouffons (or A jester’s dance) [Una danza de los bufones, 2013], estrenado en el Festival Internacional de Cine de Toronto. En él algunos bailarines danzan sobre un tablero de ajedrez. De gran fuerza expresiva y carácter surrealista, este vídeo toma como punto de partida la pieza Étant donnés [Dados,1940-1968] de Marcel Duchamp. A través de este ballet burlesco, Dzama fija su atención en la figura de la artista brasileña Maria Martins, quien fuera amante de Duchamp y ahora interpretada por Kim Gordon, cantante de Sonic Youth. El artista además ha realizado expresamente para la exposición de La Casa Encendida, el storyboard de esta película en español, La danza de un bufón, una serie de dibujos a grafito que muestran todos los personajes y escenas del vídeo.

Esta pieza también se podría relacionar con la obra Even the Gosth of the Past [Incluso el espíritu del pasado, 2008] en la que se invita a mirar por un agujero para hallar violencia y muerte tal y como lo hizo Duchamp en su mítica pieza.

La mascarada, la ironía, el disfraz y la caracterización de los personajes hacen del mundo de Dzama un lugar repleto de vida y muerte, de música, calma y violencia. Un cosmos donde se entremezclan las cantantes de ópera o la naturaleza con el mismísimo Donald Trump en The love of all things Golden (2017). Es por tanto que Dibujando una revolución también es una invitación a reflexionar sobre nuestro mundo actual a través de las constantes y cruzadas referencias que la obra de Dzama alberga.

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